sábado, 10 de abril de 2010

Una película de John Cameron Mitchell

Suele pasar, pocas y esporádicas veces, que entramos al cine, nos sentamos, esperamos la oscuridad que nos envuelve y las primeras imágenes que aparecen por la pantalla nos sorprenden a tal nivel que la mandíbula cae por fuerza de gravedad y allí queda por las aproximadas dos horas de duración del film. Como sucedió aquella vez.

Cuatro años atrás, en una proyección de sábado a la noche del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), me encontraba sentado en la sala de un clásico cine de la calle Santa Fe. Un grupo de por sí heterogéneo superaba la capacidad del lugar. Al principio la intriga no me dejaba correr la vista, la mezcla evidente de jóvenes parejitas curiosas y grupos de chicos émulos de David Bowie podían converger en paz y armonía dentro de un evento cultural tan masivo, de tanto marketing social y pretenciosas costumbres elitistas como el festival de cine independiente, pero esa noche algo más estaba por acontecer. Había expectativa, había ansiedad, y yo no tenía la menor idea que estaba por ver… Las luces se apagaron dando lugar a la secuencia de inicio que, como antes dije, no daría lugar a mi sorpresa. Comenzaba Shortbus (2006) de John Cameron Mitchell.


James se encontraba desnudo frente a una cámara grabando. Lo que al principio parecía una simple posición de yoga se convierte en una extraña pose de placer forzado. Estira las piernas lo suficiente por encima de su cabeza acostada en el suelo para realizar un auto fellatio. Con el miembro en su boca eyacula para dar lugar a un llanto descarnado y simbólicamente revelador mientras es observado (espiado) desde la ventana de enfrente por un joven curioso y misterioso. Así pasaron los primeros cinco minutos de película.

Los lugares comunes pueden convertirse en estigmas destructores para los realizadores. Cuando el director, actor, dramaturgo y cantante John Cameron Mitchell relataba las intenciones de grabar una película llena de sexo explícito podía uno creer que estaba jugando con fuego. Del capricho pretencioso y banal al arte osado y vanguardista existe una gran brecha, muchas veces flaqueada por buenas intenciones y malas decisiones. Pero aquí la sorpresa al encontrar en Shortbus una obra maestra única e irrepetible, muy lejos de intentos aleccionadores y dogmáticos como Los Idiotas (Idioterne, 1998) de Lars Von Trier o las aburridas y poco creíbles aventuras sexuales en Nueve Canciones (Nine Songs, 2007) de Michael Winterbottom.

En éste film, los dobles sentidos o las moralejas son abandonadas para dar lugar a la acción sin más razón que la acción en sí. El sexo explícito (que hay mucho y en todas sus variables) pasa a ser una herramienta en función de los personajes, una manera de conectarse para conocerse, tanto al compañero de turno como a uno mismo. El amor es puesto en duda así como las relaciones humanas son tomadas como impulsos muchas veces forzados al poner al sexo como eje de las interacciones.

¿Se puede amar sin sexo? ¿Se puede tener sexo sin amor? ¿Se pueden tener ambas cosas y vivir feliz con ello? Mitchell no responde a las preguntas que él mismo formula, nos otorga las pistas, retratadas en los deseos de sus protagonistas, para armar nuestra propia teoría al respecto. Y siempre hay tantas opciones como gente exista en éste mundo. Porque el amor es así, como lo es el sexo también. Nada concreto, nada real, salvo el sentimiento que cala profundo en el alma sin explicación sensata. Tal vez la mejor definición con respecto a ese estado abstracto que tanto bien como mal nos hace.

Terminaba la proyección después de casi 120 minutos y mi boca lograba cerrarse después de un increíble esfuerzo. Todo encajaba en mi cabeza, la emoción previa de la sala ganaba completo sentido. Acaba de presenciar una obra de autor, una película personal sobre sentimientos universales. Era entendible que cada persona presente estuviese en una situación similar a la mía, obnubilados por la sucesión de imágenes hermosas acompañadas de un mensaje claro y purificador: El amor, sea como cada uno quiera tomarlo, nos trasforma en lo que deseamos ser.

Después de abandonar el cine, una vez en la cruda realidad de la ciudad porteña, comencé a preguntarme como podía ser posible no conociese de antes a este director, en especial cuando descubrí que ya tenía una película anterior, otra obra maestra hecha para perdurar en la memoria colectiva: Hedwig and the Angry Inch (2001).

John Cameron Mitchell se juntaba con el compositor y guionista Stephen Fraks para dar vida a uno de los personajes más emblemáticos de la cultura gay -luego de la aceptación popular, también de la cultura pop en general- y más amado dentro del circuito del teatro off en Broadway.

Hedwig, el transexual escapado de la Alemania Oriental post guerra, haría su primera aparición en los escenarios en el año 1998 en uno de los musicales más innovadores y polémicos de la década. Mitchell no sólo seria parte de la creación sino le pondría el cuerpo y voz al personaje tanto en su versión teatral como en su versión fílmica tres años después. Y allí nacía el ícono en el que se convertiría la persona como su alter ego.

Con sólo dieciséis años, Hedwig escapa de la convulsionada Alemania del Este junto aun falso ángel guardián disfrazado de soldado norteamericano que lo lleva a Estados Unidos con la promesa de convertirlo en parte de su vida, pero para poder realizar tal empresa Hedwig debe sacrificar algo tan puro como su sexualidad. El joven acepta pasar por una operación de cambio de sexo para adoptar una nueva identidad pero no todo sale como es esperado. Para empezar dicha operación no resulta, por lo que guarda en su entrepierna una pulgada furiosa de carne donde antes estaba su pene. Y para continuar su desgracia -al llegar a la tierra prometida- su supuesto protector lo abandona al encontrar en un nuevo jovencito la razón de su idilio. Aquí comienza la historia de desamores y frustraciones, pero como se trata de una película de John Cameron Mitchell siempre hay lugar para la esperanza, en este caso retratada en la búsqueda del alma gemela piel adentro, en uno mismo, en la perfecta conjunción que existe entre nuestra mente y nuestro corazón. Entre nuestros deseos y nuestra realidad.

La casualidad de un festival de cine hizo que conociese al artista. Si ustedes aún no lo conocen, dejen que la casualidad de leer esta nota les permita ingresar a su mundo. Porque no existe nada más puro y hermoso que el amor, acompañado del sexo, el dolor, la transformación o la esperanza. Lo importante según John Cameron Mitchell es poder amar y ser amado. Pura verdad.

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